Autor: Javier Reino
Publicado: Sukaldean de “El Correo” y “El Diario Vasco” (22 de Septiembre de 2015)
Fotografía: ECOACERO
Para todo cocinillas la cocina es el teatro de los sueños. En ella se siente grande, ensaya recetas de la nueva cocina, combina ingredientes y condimentos. Con mejor o peor fortuna maneja cuchillos, ralladores, batidoras… Confieso que yo, a veces, mientras hago un plato voy explicando en voz alta cada paso, como si tuviera una cámara frente a mí. A lo que no me he atrevido aún es a contar un chiste de los de Arguiñano… pero cualquier día de estos me suelto.
Sin embargo, en la cocina no todo es disfrutar. También se sufre. Se sufre no solo cuando las cosas no salen como habías imaginado, como lo has visto o lo has leído; no solo cuando te apremian quienes no entienden que cocinar es arte… y las cuatro de la tarde tampoco es tan tarde. Y no hablo del sufrimiento –más serio– que se experimenta al sentir como el filo de un cuchillo rasga la piel de un dedo y sangras como si por ahí fuera a escapársete la vida. Y encima ese dedo… que durante tres o cuatro días parece que no tienes otro: tocas todo con él.
Sin llegar a eso la cocina es también a menudo escenario de experiencias insufribles, de esas que no matan pero te amargan. Qué decir, si no, de ese momento de abrir un paquete de macarrones… con su lengüeta pegajosa para mejor guardar así lo que sobre. Pues bien, empecemos por que esa lengüeta ya nunca volverá a pegar y el paquete empezado habrá que cerrarlo con una pinza, como toda la vida (ahora van muy bien las de Ikea). Pero eso no es lo peor: lo malo es que, una vez retirada la lengüeta, el paquete no está abierto; hay que tirar un poco de la abertura superior y es entonces cuando el plástico ¡se rasga! Y van cayendo los macarrones, tintineando por el suelo o por la encimera.
¿Y si eso pasara con el arroz? ¡Pues pasa! ¿Y con el café? ¡También! ¿Y nadie se queja? No lo sé, pero nadie lo arregla.
Sigamos. No hay nada más difícil de abrir que un envase, de lo que sea, en las que aparezca escrita la leyenda ‘abrefácil’. Pongo por caso esas bandejas de fiambre (jamón cocido, pavo…) que llevan en una esquina un dibujo de cómo separar una solapita. ¡Es imposible despegarla! Ni doblándola. Al final es más fácil usar el cuchillo de punta y rasgar la cubierta superior.
Otro suplicio es abrir un sobre de buen jamón envasado al vacío. ¿Por qué no se separan las lonchas? Lo normal es destrozarlas al intentarlo… y arruinar la estética del plato. Es verdad que esto tiene –menos mal– solución y es dejar que el sobre se atempere. Y cuando hay prisa, se puede poner en agua templada.
Pero, ¿y abrir una lata y quedarse con la anilla en el dedo y la lata perfectamente cerrada? ¿Y cuando pasa lo mismo con la botella de aceite? ¿Y los quesitos en porciones en los que siempre se rompe la tirilla roja?
¿Falta de destreza del cocinillas? ¿Un problema de diseño? ¿Mala leche del fabricante? Quién sabe…
Una experiencia que curte es la de abrir una huevera de cartón… y que uno de los huevos esté pegado. No lo intente por la fuerza. Y otra más: pelar huevos cocidos. A veces basta un suave golpe para que la cáscara salga casi sola. Con otros es imposible: vas dando pellizcos y arancando trozos de clara con cada pedacito de cáscara. Una ruina.
Todo queda compensado si al final sacas el plato a la mesa y los comensales te hacen la ola… Aunque la cocina que dejas tras de ti sea lo más parecido al paisaje después de una batalla.