Se acerca el día seis de enero, que es de esas fechas creadas para compartir la ilusión con los más pequeños de la casa y la ocasión óptima de ejercitar la nostalgia de la lejana infancia y la magia del día de Reyes. El viaje que emprenden cada Navidad los tres Magos llegados de oriente sigue cumpliéndose, a pesar del empuje de sus máximos rivales Papá Noel, Santa Claus o San Nicolás y entre nosotros el accesible, euskaldun y algo mozcorra, Olentzero. Al rebufo de su estela surgió y se mantiene incólume también un ritual obligado, suculento y antiguamente elaborado por hogareñas manos y hoy casi siempre comprado en pastelería: el Roscón de Reyes. Hay numerosas pastelerías guipuzcoanas artesanas y de gran calidad para elegir en estas fechas la citada golosina. A riesgo de quedarse cortos podemos destacar entre otros deliciosos roscones los de: Gorrotxategi, Casa Eceiza e Ibáñez de Tolosa; Casa Otaegui, Igeldo, Barrenetxe, Geltoki, Izar, Gaztelo, Labeak y Etxabe de Donostia; Brasil- Irunen y Aguirre de Irún (también esta última en Donostia); Oa de Hernani; Casa Aramendia de Errenteria; Egaña de Azpeitia; Julki de Beasain; Murumendiaraz de Elgoibar; Unanue de Ordizia; Sayalero de Zarautz; los de la panadería Aintziñe de Ormaiztegi y un largo etcétera.
Los antecedentes remotos de este roscón hay que buscarlos en tiempos del Imperio Romano, cuando la llegada del año nuevo coincidía con el comienzo de la primavera (en el calendario juliano el año nuevo se celebraba el 25 de marzo), mientras que diciembre era el arranque de las fiestas del invierno. En ellas, Roma honraba a sus dioses y se regalaban a las clases más humildes, a plebeyos y esclavos, los antecedentes de estos roscones. Consistían en unas tortas confitadas de dátiles, higos y miel que escondían un haba seca, con la que se distinguía al que la encontrase, con el efímero y simbólico título de rey. Cabe resaltar que aún hoy, muchas dulcerías y panaderías europeas siguen elaborando un pan de Navidad similar al referido de la antigua Roma.
En la Edad Media, la Iglesia cristianizó estas fiestas para celebrar con ellas el nacimiento de Cristo y bendijo la tradición de las primigenias tortas con una legumbre de la suerte (el haba seca), que en tiempos modernos se sustituyó por una figurita de madera, loza o cristal que últimamente se ha cambiado el plástico. El afortunado descubridor era considerado, como el nacido Jesucristo, el rey de las fiestas. La costumbre llegó algo tarde a España, donde es un hábito implantado de la mano del primer rey Borbón, Felipe V. Ese retraso hispánico de la implantación de esta golosina ritual contrasta con el hecho de que en el ya lejano año 1.000, la Iglesia había logrado transformar el espíritu primitivo de la fiesta de tal forma que en países como Francia, la figura del rey del haba recaía sobre el niño más pobre de la ciudad. De hecho, durante toda la Edad Media, allí donde se hacía un roscón, se acostumbraba a separar una parte para compartirla con los necesitados.
En Navarra, donde ha habido una tradición más arraigada en este aspecto, el título lo otorgaban los reyes, y el niño escogido era vestido como un monarca, obsequiado con dinero y trigo para su familia. Incluso había casos como el de la población navarra de Aoiz, en el que se escogía al rey en función de la suerte de la baraja, correspondiendo tal honor al que le salía el as de oros. Esa costumbre duró hasta muy entrado el siglo XVIII. Pamplona también celebraba esta fiesta con gran bullicio. Como señalan las crónicas de la época, “las cuadrillas acompañaban a sus reyes, por las calles, disparando armas, cohetes, buscapiés, ruedas y otros artificios de fuego, vitoreándolos constantemente”. El Consejo Real de Navarra prohibió estas costumbres en el año 1765. Así que se acabó, la parte más marchosa pero a la vez más solidaria del tema.
Autor: Mikel Corcuera-Crítico Gastronómico, Premio Euskadi de Gastronomía a la Mejor Labor Periodística 1998; Premio Nacional de Gastronomía en 1999.
Publicado: Noticias de Gipuzkoa, Gastroleku, Saberes y sabores