Autor: Benjamín Lana. Publicado: El Correo (Jantour) 20 Julio 2017
Juanjo Lapitz se fue la pasada semana de este mundo como vivió, rodeado de familia y amigos con un libro nuevo entre las manos. El prolífico escritor y gastrónomo, uno de los personajes más relevantes de la cocina vasca en los últimos 40 años, sujetó a la enfermedad hasta que sus memorias, escritas por Fernando Sánchez, estuvieron listas y el primer ejemplar llegó a sus manos. Ni siquiera esperó a la presentación que estaba prevista para ayer en Donostia. Se fotografió sonriente el viernes con el libro en el regazo, dejó escrito su último artículo para El Diario Vasco y se marchó satisfecho y feliz. Lo que sigue a continuación es básicamente el prólogo que me invitaron a escribir para ese libro. Una suerte de perfil-homenaje que cobra un sentido extra ahora que Lapitz ya no está.
Llegamos casi al mismo tiempo a El Diario Vasco, a principios de los 90, cuando la redacción de Camino de Portuetxe olía a tinta fresca por las mañanas y nadie sabía nada acerca de la palabra Internet. Empecé a publicar mis primeras informaciones en el verano de 1992 y él, en enero de 1994. La diferencia es que yo era un joven «plumilla» y él ya había escrito 15 o 16 libros de gastronomía para entonces. Recuerdo perfectamente el anuncio del director Salva Pérez-Puig de que íbamos a tener un nuevo experto en gastronomía como colaborador. Yo había leído «La cocina vasca, sus recetas básicas» y había oído hablar de su erudición gastronómica, pero no sabía realmente quién era Juanjo Lapitz.
He sido aficionado a la comida y a sus aledaños desde que tengo uso de razón y para mis tempranos 20 ya había gastado muchos ahorrillos en visitar algunos de los grandes restaurantes de Gipuzkoa, entonces en plena vanguardia y explosión de creatividad, desde Matteo a Arzak pasando por el Panier Fleuri o Zuberoa. No he olvidado las primeras columnas de Juanjo Lapitz. Las leía con avidez y siempre me sorprendía, a veces por los temas, pero siempre por su estilo. Lejos de otros escritores del ramo que aderezaban su erudición gastronómica con un cierto culteranismo verbal, Lapitz escribía como hablaba. A veces, incluso, parecía una decisión consciente y hasta revolucionaria en un periódico como El Diario Vasco, pero exhalaba autenticidad y creo que fue su modo de escribir el que le ayudó a conquistar a miles de lectores de todo grado de instrucción.
Defensa del producto
Hablaba del territorio conocido y de algunos rincones que no lo eran, siempre de mundos conquistables, de placeres cercanos, y de un modo que resultaba convincente para las «amonas» y los chavales. Al fin y al cabo, una lección sobre la frescura de las anchoas no necesita demasiada poesía. La sabiduría y el conocimiento aparecían desnudos y sabrosos en cada texto, como una ventresca de cimarrón sin pasar por la plancha.
La aportación de Lapitz a la sociedad vasca tiene al menos otras dos características que lo hacen singular e imprescindible: su apoyo al tejido asociativo, así fuera en forma de cofradías o academias, impulsando la defensa de los productos a través de la fiesta y del rito, y su afán divulgador a través de una intensa actividad como escritor, editor o impresor de trabajos propios o ajenos, incansable en los tiempos en que el mundo impreso era la herramienta básica para extender el conocimiento. Con aquellos mimbres fue capaz de alcanzar cifras mareantes, propias de la era de las redes sociales, de cofradías que ha impulsado y a las que pertenece, de libros escritos y publicados –casi 40–, entradas en diccionarios del ramo, edición e impresión de docenas de libros para terceros.
Por todo ello, se puede considerar a Lapitz uno de los grandes exploradores de la cultura gastronómica vasca, junto a su admirado maestro Busca Isusi. Su afán socializador y divulgador de todo cuanto guarda relación con la comida, las tradiciones y la cultura lo convierten en una suerte de gran democratizador del conocimiento gastronómico.
Juanjo Lapitz siempre sostuvo que lo más importante en la vida es la amistad. Yo no me encontré entre sus amigos, pero entiendo que debió ser una delicia escucharlo mientras cortaba verdura de la huerta para hacer su famosa tortilla de piperrada y dejaba que aflorasen las anécdotas y saberes gastronómicos al ritmo que se pochaba el guiso.
En 1773, el escritor escocés James Boswell definió al hombre como «el animal cocinero» y lo explicó con la siguiente frase: «Las bestias tienen memoria, juicio y todas las facultades y pasiones de nuestra mente, en cierto grado, pero no hay ninguna que sepa guisar». Desde que los experimentos del primatólogo de Harward Richard Wrangham plantearan científicamente en 1997 que cocinar es lo que nos hizo humanos –somos biológicamente como somos porque comemos alimentos cocinados– la comunidad científica anda revuelta. Creo que les ayudaría indagar en la figura de Juanjo Lapitz porque su persona y trayectoria demuestran empíricamente que humanidad, cocina, cultura y conocimiento son guisantes de un mismo plato.