La Sobremesa

29 septiembre, 2017

Fotografía: Tertulia del Café Pombo. Autor: José Gutiérrez Solana (1920)

Autor: José Guillermo Zubía, Académico de Número de la Academia Vasca de Gastronomía
Urrúnaga, 15 Mayo 2008

Querid@s Academic@s:

Antes de comenzar mi exposición quiero pedir disculpas por el retraso en cumplir mi compromiso con vosotros y con la Academia en el momento previsto. Circunstancias ajenas a mi voluntad me han impedido el cumplimento puntual. Si algún trastorno os he causado, lo lamento y reitero mis disculpas. En todo caso hoy día de San isidro y en tierras alavesas espero pagar mi deuda.

En mi exposición hay algún que otro contrasentido: el primero hablar de la sobremesa y debatir sobre ella antes de comer, el segundo es hablar de la sobremesa cuando lo que hay que hacer es practicarla.

Finalmente, al redactar estas notas no sé si lo que he hecho es una defensa de la sobremesa, un «laudatio» del hedonismo o una simple disgresión en torno a los ritos de la mesa. Vosotros juzgareis.

Si tenéis la curiosidad de entrar en internet y consultar el término «sobremesa», en castellano, lo primero que os sorprenderá es que hay más de 3.800.000 referencias, lo cual nos puede sugerir que es un término, y cabría concluir que una práctica, de moda o corriente en nuestros días.

Sin embargo, cuando empezamos a entrar en cada referencia concreta nos encontramos con que la gran mayoría de ellas son de «ordenadores de sobremesa » «objetos de sobremesa» … es decir, se alude, no a una actividad o inactividad ( que esto no está claro) que sigue a la «mesa», en el sentido de lugar donde se come y por extensión al propio acto de comer; se alude, digo, a unos objetos que se colocan en la mesa, entendida esta implemente como mueble, cuya finalidad no es ser el centro de la actividad de comer, sino de albergar cosas o ser lugar de práctica de una actividad más de tipo económico o burocrático.

Y que aquella primera impresión, la de la moda del término sobremesa, era errónea lo confirma el hecho de que las otras referencias hablan en un buen número de casos de la decadencia o desuso de la sobremesa. Y esto, aunque no nos guste, aparece como algo más acorde con los tiempos que vivimos, y con las comidas que comúnmente despachamos. Así pues, y pese a las primeras apariencias, la sobremesa está en progresivo desuso, cuando no en vías de extinción.

No sé si es un tópico o un obligado tributo el comenzar cualquier exposición académica con una referencia a Brillat-Savarin. Yo no voy a ser una excepción. Decía el gran gastrónomo, que «el placer de la mesa (y como parte esencial del mismo, como luego indicaré, el de la sobremesa) es preciso distinguirlo bien del placer de comer, su antecedente necesario «.

Y proseguía: «El placer de comer es la sensación actual y directa de una necesidad que se satisface … y precisa más adelante que » el placer de comer nos es común con los animales «.

Por el contrario, comentaba, «el placer de la mesa es particular de la especie humana» y es «la sensación refleja que nace de diversas circunstancias de hecho, de lugar, de cosas y de personas que acompañan a la comida «.

«. Cuando la necesidad comienza a satisfacerse, nace la reflexión, se inicia la charla, comienza un nuevo estado de cosas y el que hasta entonces sólo era consumidor, se convierte en comensal … » ( volveré sobre este milagro)

Y rotundamente:
» Efectivamente: después  (y esto quiero subrayarlo) de una buena comida, el cuerpo y el alma gozan de un bienestar especialísimo. En lo físico, al mismo tiempo que el cerebro se refresca, la fisonomía se ensancha, el color sube, los ojos brillan y por todos los miembros se extiende un suave calor.

En lo moral, el ingenio se aguza, la imaginación se caldea, las palabras surgen y circulan …».

Creo que no puede haber una descripción mejor de los sentimientos, sensaciones y percepciones que experimentamos después de una buena comida con cuyo disfrute, en la sobremesa, completamos » el placer de la mesa».

Así la sobremesa se configura como un elemento esencial del «placer de la mesa», de ese disfrute particular de la naturaleza humana». Y, por ello, su eliminación o restricción nos reduce o aproxima al hecho animal, al placer de comer, en el sentido señalado por Savarin, únicamente a la satisfacción de una necesidad física, pero no al disfrute de una sensación física y, sobre todo, espiritual. En este aspecto la sobremesa es parte sustancial de un mismo ritual: el banquete.

Y de esta dimensión espiritual del placer de la mesa es testimonio la extraordinaria importancia de los comensales, el disfrute requiere tanto o más de ellos como de los propios manjares. Cicerón decía: «El placer de los banquetes debe medirse no por la abundancia de los manjares sino por la reunión de los amigos y la conversación». Pero no todos pueden ser sujetos y objeto de esa maravillosa conversión de «sólo consumidor en grato comensal» dependerá en todo caso de la sensibilidad gastronómica y de pensamiento del comensal, porque ocurre a veces que «asisten hombres incultos que no saben conversar entre ellos» le dice Sócrates a Protágoras. Porque la sobremesa, el placer de la mesa, es un acto de comunión en el sentido de «poner en común», de compartir sensaciones, ideas, intuiciones, palabras … entre los comensales. Es vivir y revivir, recrear y decantar el placer de comer convirtiéndolo en un placer de otra dimensión, es el retrogusto intelectual de aquél para mistificarlo en éste.

Y esto es así porque la «mesa» es ante todo un acto de sociabilidad, es decir, un acto profundamente humano. Es precisamente la sociabilidad la característica esencial del hombre en la filosofía clásica. Aristóteles I definía al hombre como » Zoon Politicón», es decir, «Animal sociable».

Yo sé que a menudo pueden resultar afirmaciones demasiado tajantes, pero ¿se puede disfrutar de la mesa en soledad? ¿No hay una diferencia radical entre el comer o beber solitario y el compartido? Séneca nos dice que «Ningún placer se disfruta sin compañía»

Y esto me lleva, de modo coincidente con Brillat-Savarin, a identificar los elementos esenciales del placer de la mesa: manjares y vinos seleccionados; comensales gratos y tiempo suficiente.

El primero, manjares y vinos, lo doy por presupuesto y del segundo, comensales gratos, me acabo de ocupar, me corresponde ahora comentar el tercero: tiempo suficiente. A este elemento a menudo no se presta suficiente atención o no se tiene suficiente sensibilidad hacia él. Sin embargo, es el que contempla esa sagrada (perdóneseme el empleo de este adjetivo) trinidad que convierten el placer de comer en placer de la mesa. Hoy en día hay, afortunadamente muchas personas que pueden acceder a exquisitos manjares y refinados vinos, menos a la categoría de comensales gratos y muchos menos a emplear en el placer que nos ocupa el tiempo suficiente. Hay mucho «consumidor de placer «, pero poco hedonista.

No quiero que se interprete mal este término. No lo empleo en el sentido epicúreo de convertir al placer «en bien último o supremo fin de la vida humana», sino en algo mucho más sencillo el gozar y hacer gozar sin sentimiento de culpa.

Leía un artículo del psicólogo Walter Riso una definición con la que estoy esencialmente de acuerdo. «Ser hedonista no es promulgar la vagancia, la irresponsabilidad o los vicios que afectan a la salud. Es vivir intensamente y ejercer el derecho a sentirnos bien, vibrar con las cosas que nos gustan y exaltar un poco más la sensibilidad». Es en definitiva gozar y hacer gozar a los que nos rodean, aunque constituya una pequeña digresión, creo yo que tenemos todos la obligación de hacer la vida un poco más grata a los demás, y la de dar testimonio de gratitud a quienes han cumplido ese deber para con nosotros. ( Gracias a todos).

Pero el verdadero placer requiere sus tiempos, sus ritmos y sus ritos; en su preparación, en su consumación y en su terminación, tiempos más físicos unos más espirituales otros. No olvidemos que el placer es «recreo «, volver a crear, repetirse en el disfrute, es un acto circular no lineal. No es apurar la copa de golpe, sino lentamente, oliéndola, contemplándola, degustándola, reteniendo sensaciones, percibiendo los sabores que vuelven, hasta observando el efecto de nuestra ingestión en la copa… En definitiva el ritual del acto de degustar un buen vino ilustra bien lo que estoy diciendo.

En estas reflexiones me viene a la memoria aquel hermosísimo monólogo de Juan de Gante en el Ricardo II de Shakespeare:

» El fuego que mucho arde pronto se consume;
Mucho se prolonga la llovizna y muy poco la tormenta;
Muy pronto se fatiga quien demasiado espolea;
y quien con rapidez engulle con rapidez se asfixia…»

Tomémonos, pues, tiempo suficiente. Cosa evidentemente que no es fácil en los tiempos que corren.

Pero volvamos a la sobremesa. Ese momento de disfrute a menudo lo intensificamos o complementamos «con unos excitantes modernos «, como decía Balzac, que constituyen una autentica fusión de culturas:

Infusiones como el café o el thé que nos llegaron de Africa y Asia.

Destilados que nacieron en el norte de Europa y en el mundo árabe: no olvidemos que palabras como Alcohol, Alambique, Alquitara … no pueden ocultar su origen árabe.

El tabaco, hoy tan denostado, que nos llegó de América, a través de España. ¡Aquella Fábrica — hoy Universidad — y aquellas cigarreras — hoy ópera — de Sevilla!.

Excitantes que nos ayudan a prolongar el disfrute del banquete, y a ampliar la nota más característica de la sobremesa: la cordialidad, que surge de aquel «bienestar especialísimo» de Savarin.

No voy a entrar a examinar las razones fisiológicas de eses estado, «doctores tiene» no la Santa Madre Iglesia sino la Academia para ocuparse de ello. Pero en el aspecto que he señalado de sociabilidad, y por el indicado estado de animo, la sobremesa es ocasión, oportunidad o impulso de la creatividad humana. Hasta tal punto es así durante mucho tiempo la sobremesa ha sido la parte principal del ritual, siendo la comida solamente, un antecedente necesario.

En la antigua Grecia, el banquete se dividía en dos partes el «deipnon» o «Syndeipnon», que era la comida propiamente dicha. Y tras ella venía el «Symposion» (que literalmente significa reunión de bebedores) o sobremesa, en la cual se va a desarrollar una amplia actividad cultural y lúdica. Tras el banquete abandonan la sala las mujeres, que únicamente habrán asistido al mismo como anfitrionas, en el papel de jefa de sala; los sirvientes levantan la mesa; los comensales se lavan las manos y reciben perfumes y coronas de mirto; se llenan las copas, se brinda en honor de los dioses y se entona un himno en honor de Apolo. Tras ello se nombra al «simposarca» o director del simposio y se fija el programa, que incluye la cantidad de vino a beber y el desarrollo de la reunión: únicamente conversación si asisten hombres «muy selectos de alma» u otras actividades: danza (si se permitían bailarinas), música… cuando, como he señalado, asisten «hombres incultos que no saben conversar entre ellos «.

En época de Homero la sobremesa es el momento en que se narra algún episodio épico. Y así su obra la «Odisea» es básicamente la narración, que, tras el banquete que le ofrece Alcinoó, rey de los feacios, hace Ulises de los diferentes episodios vividos en su viaje de regreso de la guerra de Troya. Y no es aventurado pensar que, como un trampantojo pictórico, esta «narración de sobremesa» fuera utilizada en muchísimos banquetes, al igual que el otro poema homérico: la llíada.

Hace muchos años en una de las penínsulas calcidicas de la Macedonia griega, un pescador me explicaba cómo en las sobremesas del invierno con tiempo suficiente, se narraban las hazañas de Filipo y de su hijo Alejandro Magno.

En el Banquete de Platón el programa del simposión es un (o más bien siete) dialogo sobre el amor, en el de Jenofonte sobre el amor espiritual como medio para alcanzar «la hombría de bien». En otros casos los asuntos eran mucho menos elevados. Los contenidos solían ser de lo más variopinto. Y aún más su desarrollo, porque podía acabar con satisfacción intelectual o con incontinencia sexual, es decir, convertidos en una desmadrada orgía o, como decía Jenofonte, con la fuga de «los comensales a su casa a yacer con sus esposas».

Este esquema de banquete pasó a Roma, como gran parte de la tradición helenística, a través de los Etruscos, quienes incorporaron dos novedades la primera que no tenía el carácter cuasi cotidiano que tuvo entre los griegos y la segunda y más importante que incorpora al simposion a las mujeres como miembros de pleno derecho.

Los excesos romanos hicieron casi desaparecer las sobremesas intelectuales y cobrando mayor relevancia otro tipo de diversiones, con un predominio de lo netamente orgiástico. Durante siglos es tal la cantidad de alimento ingerido en banquete, que prácticamente se simultanea el acto de la comida con otras actividades lúdicas; música, danza, veladas poéticas. A ello seguramente habrá que añadir en algunos casos una cierta retracción de los niveles culturales de las clases dirigentes, aunque no es algo generalizado como se puede comprobar analizando la corte ducal de Borgoña o la mayoría de las cortes italianas.

Y no será prácticamente hasta el siglo XVIII y sobre todo XIX, del cual la «buena mesa» es deudora en tantas cosas, donde, al amparo de una recuperación de la moda o extensión cultural propiciada por la Ilustración, donde la sobremesa vuelva a recuperar un papel esencial en el disfrute gastronómico, ayudada por la aparición o generalización de «los excitantes modernos» a que antes me he referido.

Pero no sólo la sobremesa ha sido agente principal de disfrute, sino que además ha llevado a la conclusión de grandes acuerdos económicos o políticos, fruto de ese clima de cordialidad que en ella predomina.

Un buen ejemplo es el armisticio que puso fin a la primera guerra mundial, concluido en el «Lucas Cartón» de París. Aunque es cierto que en algún caso los placeres de la mesa han dilatado la obtención de acuerdos, yo creo que no tanto porque los placeres hayan sido opuestos a ello, sino porque los negociadores han decidido seguir disfrutando de ellos. El mejor ejemplo sin duda sería el Congreso de Viena, tras la derrota de Napoleón.

Ese clima propicio al acuerdo y por tanto a una cierta dejación de posiciones, es el que hoy lleva a algunas multinacionales a prohibir cualquier acuerdo subsiguiente a una comida, considerándolos en cierto modo «nulos de pleno derecho » por entender que ese clima nos hace «bajar la guardia».

Pero como he dicho con anterioridad la sobremesa, por la aceleración de la vida moderna (y posiblemente por un cierto imperio de la mediocridad, aunque esto es más subjetivo, con escasez de «hombres muy selectos de alma») y por algún fundamentalista (Comisión Nacional para la racionalización de los horarios) la sobremesa esta hoy en retroceso.

Y eso me lleva a una reflexión más alejada de lo gastronómico, aunque no menos importante, cual es el impacto de la crisis de la sobremesa en la familia, porque la sobremesa es sobre todo un momento de convivencia.

En efecto la sobremesa es, o por lo menos lo era antaño, el momento en que la familia mantiene la reunión después de comer, y momento ideal en que padres e hijos pueden conocerse mejor, intercambiar experiencias, inquietudes …

Una psicóloga de la Universidad Católica de Colombia, Cecilia Williamson, que ha analizado en profundidad el fenómeno, nos dice que «desgraciadamente la sobremesa está en vías de extinción. La vida acelerada, el exceso de obligaciones, el trabajo intenso, el cansancio, el estrés derivado del os compromisos laborales y sociales y el escaso tiempo destinado a lo familiar a favor de otras actividades y pasatiempos, atentan contra la vida en familia y en especial contra ese tiempo que antaño existía en torno a la mesa y que llamamos sobremesa». (Y, dentro de ellos, un obstáculo esencial es: la televisión y si me apuráis hasta el teléfono).

Y dice bien que «desgraciadamente» porque «los niños que no comen con sus padres tienen un menor desarrollo del lenguaje y menor manejo de un comportamiento adecuado socialmente… Al compartir la mesa con ellos los padres modelan el comportamiento de su conducta, lenguaje y capacidad comunicativa…» (Yo creo que esto hoy es totalmente cierto, y no valen los ejemplos que nosotros vivimos en el pasado porque la estructura familiar y el sistema educativo eran radicalmente distintos y la dedicación «real» educativa fundamentalmente de las madres era mayor).

Y además, continua Williamson, «permite a los padres ver de cerca el mundo juvenil. Produce una mayor cercanía afectiva en los jóvenes el saber que sus padres se interesan por su mundo y que no sólo están ahí para criticar y enjuiciar sus actos.»

Todo ello constituye un argumento más para restaurar la sobremesa.

Me parece que esta referencia, aunque no gastronómica, era obligada. Si no la exposición hubiera quedado incompleta.

Concluyo ya.

Cuando hace unos años aquel insigne periodista, escritor y gastrónomo, que fue Nestor Luján, abordó la sobremesa en una publicación, Los Placeres de la sobremesa, lo hizo referido a «sus pequeñas amenidades «: el café, la copa y el puro.

Yo lo he hecho de un modo más osado, seguramente más fruto de la ignarancia que del conocimiento, con una misión menos minimalista de la sobremesa. Me parece que es un momento no sólo ameno sino, desde el punto de vista del placer de la mesa, trascendente.

Por ello, creo que en los tiempos que corren, la defensa del «tiempo suficiente» en la cocina, en la comida y en su disfrute debe ser objeto de especial atención por parte de la Academia.