Autora: Lakshmi Aguirre. Publicado: Condé Nast Traveler 18/03/2021
Fotografía portada: ©Getty Images
El pan está siempre despierto. Incluso cuando hiberna en los locales que anuncian pan caliente a todas horas. Incluso cuando no huele a pan, que es algo que jamás debería ocurrir, tiene el pan los ojos abiertos. Admitámoslo: a toda barra la designamos por ese sencillo nombre de tres letras que no abarcan toda su complejidad.
Ahí está Saturio, un tipo de Soria que lleva más de 40 años dominando las migas desde la localidad costera de Lekeitio (Vizcaya) a la que trasladó su panadería por amor. Es quisquilloso con la masa madre -alimenta la misma desde la década de los 90-, con las harinas -va a buscarlas a donde haga falta-, con las aguas -que filtra hasta cinco veces-, con los tiempos e incluso con las maderas -solo de haya de Navarra- que utiliza en su horno de leña, siempre con hambre de masas.
Saturio no es un recién llegado, al igual que Txema Pascual de Artepan (Vitoria), que ahí anda desde hace décadas (nunca tantas como su padre Josemari) llevando el buen pan al sur del territorio vasco, divulgándolo y recuperando hogazas que han estado a punto de desaparecer, como el pan de taja o el zopako (para sopas).
Existe el buen pan. Existe el “pan de verdad” como lo llaman en la panadería The Loaf de San Sebastián. Entonces, ¿por qué en Euskadi se sigue consumiendo ese espectro de harina, agua y sal a treinta céntimos de supermercado?
Edorta Salvador, profesor del Basque Culinary Center y de la Escuela de Panaderos de Bizkaia, lo tiene bastante claro: “Aunque el pan de masa madre y larga fermentación ha llegado para quedarse, todavía estamos en un periodo de transición en el que la salud del pan dependerá mucho de la economía”.
La producción de un pan artesano eleva los costes y, por lo tanto, los precios para el consumidor. “Y hay empresas que no pueden depender del estado de ánimo de las masas”, concluye Salvador. Sin embargo, defiende que en Euskadi, “hay sitio para todos”.
No siempre se consume un mal pan por necesidad -que de esto el pan sabe, y mucho- sino por prisa. Se ha perdido el ritual del paseo hasta la panadería y los buenos días y la charla en la confianza que da el saber que se va a saciar el hambre. “Tampoco somos alemanes o nórdicos”, explica Salvador, “aún tenemos un paladar mediterráneo y nos siguen gustando las barras de media cocción y miga neutra”.
Por eso, incluso en las panaderías más obstinadas en lo artesanal siguen existiendo barras más ligeras que se adaptan a todos los gustos. Por eso, quizá, triunfen también esos panes que Iban Yarza denomina «neorrústicos» y que no son otra cosa que panes artesanales solo en apariencia.
Afortunadamente, hasta el pan viejo rejuvenece
A Saturio Hornillos, a Txema Pascual, incluso a Roberto Fernández -alma de la panadería Crosta de Zalla (Bizkaia), cuarta generación de panaderos, siempre entre los mejores de la Ruta del Buen Pan y quien se ha subido a los escenarios de congresos como Madrid Fusión reivindicando el pan en la alta gastronomía- se les han sumado panaderos y panaderas más o menos jóvenes que han elegido las masas vivamente como herencia o que han llegado a ellas por curiosidad, tras observarlas por el rabillo del ojo mientras se dedicaban a otros quehaceres más o menos rudimentarios.
Unos y otros, los veteranos, los de la panadería bajo el brazo y los nuevos cautivos del pan, forman una nouvelle vague que, a pesar de su cercanía a Francia -ese país que tiene un decreto de lo que puede y no puede llamarse pan desde 1993- no ha entrado por Iparralde sino que, como en muchas partes de España, lo ha hecho por la estación anglosajona.