Tengo un buen número de conocidos y amigos con los que me gusta compartir mesa, algunos de ellos, no muchos, como yo, van buscando, además de ingredientes de calidad y buen hacer en los fogones, ese lugar que les emocione, esos restaurantes que, como suelo decir en mis reseñas, tienen “alma”. Entre ese pequeño grupo compartimos nuestros “descubrimientos” sabiendo que agradarán al resto.
Es así como de la mano de un buen amigo de ese grupo tan especial acudí invitado el pasado viernes 24 de marzo al Kiska de Ermua. Sus palabras cuando me habló de ello fueron: “A ti no te puedo sorprender con un sitio de los de siempre, te tengo que llevar lugares especiales. En este caso no saques conclusiones rápidas al entrar…pero creo que vamos a disfrutar”…y así fue. Algunos de los que me leéis ya sabéis mi teoría de que el ingrediente más importante de una buena comida es la compañía, por lo que en este caso la experiencia comenzaba con ventaja ya que nos reunía a seis buenos amigos.
La sorpresa se inicia con un viaje en taxi-furgoneta -hay que prevenir- hasta Ermua, en el límite entre Bizkaia y Gipuzkoa. Confieso que, al acceder al Kiska, la decoración del local no era lo que esperaba, pero eso hizo aún más grande mi sorpresa posterior. Sí que inmediatamente se veía la frescura de nuestros anfitriones, los hermanos Pérez Cuadrado, Andoni, Julen y Xabi, y las ganas que tenían de que viviéramos una magnífica experiencia. Jóvenes, alrededor de la treintena, tienen muy claro el oficio y pienso que darán que hablar.
Una cortina separaba la barra del bar del comedor que habían acondicionado para estas cenas temáticas como ellos las llaman. Al sentarnos nos proyectaron un breve vídeo sobre el Cometa Halley, con un mensaje que trataba de unir las pretensiones de estos chicos con aquél lejano astrónomo Edmund Halley que le dio nombre. Tanto él como estos hermanos creen de verdad en lo que hacen y no me sorprendería que en este caso estos chicos también pasen, como Halley, también a la historia si bien en este caso a la de la gastronomía.
Posteriormente me contaron que suelen cambiar el hilo conductor de sus menús, con lo que espero poder repetir con otro contenido este magnífico rato que pasamos, pero en este caso tocaba un breve paseo por “las estrellas”. He puesto en “negrita” el nombre que dan a los platos que degustamos.
Comenzamos con un cocktail de bienvenida al que denominan “Grévy”, que contiene Ginebra Premium G´Vine, sirope de lemongras y citronela, zumo de lima, de limón y de naranja y unos toques de cebollino y ginger beer de jengibre y chile.
El nombre del cocktail es bastante evidente si vemos el recipiente en que lo sirven, pues no en vano Grévy es el nombre de la cebra real, la más grande de las que existen en el mundo animal.
Todo esto lo preparaban en modo “showcooking” al menos en los últimos toques, frente a las dos mesas que con seis y cinco comensales respectivamente copaban sus “números clausus” de esa noche. Frescura, servicio muy adecuado, explicaciones…yo me empezaba a preguntar “¿Pero qué es esto?”
El primer plato, de un total de ocho, que precederían a los dos postres, lo habían bautizado como “Las lunas de Saturno”, unos panipuris, esos panecillos crujientes originarios de la zona de Uttar Pradesh en la India y que han conquistado a muchos cocineros por su versatilidad en los rellenos, en este caso con cola de gambón, mayonesa de sus cabezas, sus patas enharinadas y fritas, perlas de alga roja, aguacate y crema de cacahuete, sobre la que se asentaban los panipuris. Siendo el agar-agar, ese espesante que ahora es tan utilizado en la cocina, la gelatina que desprende el alga roja, pienso que la textura final del relleno sería consecuencia de este ingrediente, estando muy conseguida.
Abro un paréntesis para hablar de los vinos que acompañaron este “viaje por el espacio”. Aceptamos la propuesta de los hermanos Pérez Cuadrado: dos vinos de la Bodega Murillo Viteri, de Cenicero. Para los primeros pases nos sirvieron un blanco muy fresco, 95% viura con un toque de malvasía. Muy agradable, sin grandes complejidades, disfrutón. Pero especialmente interesante -este no fue una sorpresa pues es uno de mis vinos “de casa” preferidos- fue el tinto “Expresión” de la misma bodega, si bien en esta ocasión tuvimos el privilegio de degustarlo en una “Jeroboam” -4,5 litros- de las 40 embotelladas en dicha cosecha y que estaba espectacular.
Conozco bien esa Bodega ya que la visité hace años. La bonhomía y la profesionalidad de Iñaki Murillo Viteri, uno de los hermanos que actualmente la gestionan -y ya van por la sexta generación- así como sus vinos, fruto de esa pasión que ponen en ellos, especialmente los tintos, me conquistaron hace tiempo. Aunque hace ya bastantes años, recuerdo bien la visita a la Bodega y lo hago con mucho cariño, el mismo que su madre puso en las patatas a la riojana con las que disfrutamos ese día, o su tío con las chuletillas al sarmiento que nos preparaba -no tenía límite- sin parar mientras nos cantaba jotas, afición esta de la buena sobremesa que Iñaki ha heredado y con la que sus amigos disfrutamos. Cuando habla de sus antepasados, fundadores de la bodega, de las luchas de aquellos contra la filoxera, de sus desvelos por hacernos llegar un vino elegante a precios razonables, de la sostenibilidad, etc. me reafirmo en mi opinión de que detrás de muchas bodegas hay modelos de vida que hacen posible que hoy tengamos el nivel de vinos que Rioja -y otras D.O. de España- ha alcanzado. Bravo por ellos.
Pero volvamos al Kiska. De Saturno viajamos a “Marte”, segundo plato, con una volandeira con crema de calabaza y curry, bizcocho de sifón de canela y nuez moscada ligeramente tostado, pipas de calabaza garrapiñadas y brotes. Como algunos ya sabéis, la volandeira es conocida como la “hermana pobre” de la familia formada también por las vieiras y las zamburiñas -para que no os engañen la zamburiña tiene la concha más alargada que la volandeira-, pero en este plato encajaba perfectamente y era sorprendente cómo aromas, texturas y sabores tan diferentes se acoplaban haciendo muy agradable su degustación.
En este momento ya comenzábamos a alucinar un poco pues en el fondo era una cura de humildad a los que creíamos conocer los rincones gastronómicos de nuestro territorio. Pero lo mejor estaba por llegar.
Tras la volandeira sufrimos, o mejor dicho en este caso, disfrutamos, de una “Tormenta eléctrica” pues así se llamaba el siguiente pase. Consistía en un rodaballo y su pil-pil, parmentier de patata y ajo, emulsiones de pimiento del piquillo, guisante y zanahoria, mayonesa de vinagre de Módena, perlas de wasabi -muy suave- y brotes.
Pero lo verdaderamente curioso de este plato, lo realmente alucinante, era el acompañamiento, la flor eléctrica o botón de Sechuan, presentada sobre la cabeza de una araña. Os confieso que, a pesar de ser Cónsul Honorario de Brasil en Bilbao, nunca había oído hablar de esta flor, originaria del País que represento y que se cultiva también en Perú. El nombre conduce a engaño, pero tiene su explicación porque cuando comenzó a popularizarse en algunas cocinas del mundo, recordaba a la pimienta de Sichuan, región de China con una magnífica gastronomía, por cierto.
Esta planta era utilizada desde antaño en sus zonas de producción como analgésico para los dolores de muelas y de ahí que se conociera como “planta de los dientes”. Al masticarla se produce una mezcla de sensaciones en la boca y especialmente se nota un sabor ácido que provoca que comencemos a salivar fuertemente, situación que dura alrededor de 5 minutos y que produce una especie de hipersensibilidad frente a los sabores que aportaba el plato de rodaballo. Una explosión de sabores. Una magnífica experiencia muy divertida.
El cuarto, “Inmarcesible”, era una sopa peruana de cangrejo de rio agripicante con su cabeza y brotes. No pregunté el porqué del nombre de este plato pero puestos a elucubrar y siendo el significado de dicha palabra “Que no se puede marchitar”, creo que acertaron ya que esta interpretación del “chupe” peruano con el típico cangrejo de nuestros ríos no debiera marchitarse ni salir de su carta. Muy sabrosa.
Acercándonos al ecuador de la cena nos presentaron “La leyenda de Davy Jones”, un pulpo cocinado en aceite de humo, salsa de chile y pimentón dulce, emulsión de maíz dulce flameado y palomitas. Para los que no estéis familiarizados con las leyendas del mar, aunque se menciona en libros tan famosos como “La Isla del Tesoro” o “Moby Dick”, el cofre del pirata Davy Jones -engañado por Calipso, la diosa del mar- es donde descansan las almas de los marineros que desaparecieron en la mar. “Te enviaré al cofre de Davy Jones” era una amenaza real en el mundo de los piratas.
En este caso el cofre era un recipiente de cristal que encerraba un trozo de pata de pulpo con una textura muy lograda y ese aroma tan peculiar que le aportaba el humo. Seguía el espectáculo.
Para empezar con las carnes, nos vestimos con “Las alas de Ícaro”, Pan brioche tostado relleno de costilla de cerdo deshuesada, lacada y horneada en una salsa cítrica de chiles y achiote -ese colorante que ya se usaba en América en tiempos precolombinos- con matices anisados, pico de gallo de piña -el pico de gallo es ese aderezo mexicano que tradicionalmente se hace con tomate, cebolla y chile (jalapeño o serrano) y un buen número de especias, aguacate, zumo de lima y al que aquí han añadido piña que le da un toque dulce que contrasta con el ácido-, gel de jengibre lima y limón, airbag de cerdo frito -se llama airbag porque es una harina realizada con piel de cerdo hervida, deshidratada y triturada que al freírse aumenta rápidamente su volumen en 5-6 veces-, cilantro y humo de astillas de limonero.
Pero, a diferencia de Ícaro, y aunque subimos muy alto, no caímos al mar y pudimos disfrutar de este festín de sabores.
Casi al final tuvimos la “Supernova”, un lingote de cordero cocinado durante 22 horas a baja temperatura, napado con salsa reducida de sus propios jugos, emulsión semilíquida de rúcula, chips de boniato y espárragos trigueros. Sencillamente espectacular desde la presentación en una pequeña sartén hasta el sabor, difícilmente mejorable.
Antes de los postres estábamos ya en medio de la “Vorágine”, un solomillo de ternera bañado con reducción de cereza y Pedro Ximénez, polvo de crispy de fresa, brotes y esferificación de frambuesa -esas que veis en la mano de porcelana a la izquierda de la foto-. Es en este plato donde, sin menospreciar los anteriores, especialmente el cordero, el “Expresión” de Murillo Viteri llevaba a lo sublime el acompañamiento. Vaya dos platos bien acompañados para finalizar el «grueso” de la cena.
Entramos ya en los dos postres. Aquí podemos ver a dos de los hermanos en la preparación “in situ” de los mismos.
El primero de los postres nos venía marcado, al igual que el norte de los navegantes, por la “Estrella Polar”, un helado de jengibre, crema inglesa de hierbabuena, gel de mandarina, semillas de amapola y merengue seco de limón.
Terminamos con “Cronofobia”, buen nombre pues, aunque llevábamos varias horas de menú, no queríamos que el tiempo pasase, pero esto iba tocando a su fin y lo hizo con un helado de caramelo salado, gel de café, crispy de mango, sirope de frutos exóticos, ganache de chocolate de maíz frito y pétalos. No quedó nada sobre el plato a pesar del recorrido anterior.
La visita al Kiska resultó un festín de verdad. Ninguna sensación de pesadez a pesar de todos los platos que degustamos. Un placer ver la frescura y la pasión de los hermanos Pérez Cuadrado, innovación, imaginación, profesión humildad y compromiso es lo que pudimos ver en nuestra visita. Espero volver pronto.
Autor: Tomás González Pérez – Académico de Número de la Academia Vasca de Gastronomía