Días de vino y rosas

25 marzo, 2016

Fotografía: MundoVinum

Autor: Samuel Fernández/La Rioja Alta S.A.

Efectivamente. A los más cinéfilos, este título les sonará a la célebre película protagonizada por Jack Lemmon y Lee Remick en 1962. Pero la intensa relación existente entre la vid y el rosal procede de más de un siglo antes y permanece todavía en nuestros días. ¿Quieren saber por qué?

Fue en el ecuador del siglo XIX cuando los célebres viñedos ubicados en la Borgoña francesa se vieron sacudidos por una terrible enfermedad procedente de Bélgica y de nombre oídio. Los ágiles tentáculos de esta plaga devastaron, en apenas dos años, las vides de esta región que se enfrentaba así a la primera gran crisis sanitaria en su viticultura.

El oídio arrasó diferentes variedades de vid y lo hizo, además, en suelos de distintas características por lo que controlar y subsanar los focos de infección se antojaba realmente complicado. Los brotes más jóvenes de las plantas sucumbían ante la enfermedad y las cosechas se reducían a la mínima expresión. Ante esta delicada situación, sólo la Iglesia mantenía el tipo. La necesidad de vino para su consagración en misa se tornaba obligación de garantizar como fuera la supervivencia de la cultura enológica, una máxima impulsada ya en la Edad Media europea con la plantación de viñedos en el entorno a iglesias, catedrales y monasterios.

Estos monjes cistercienses de la Borgoña fueron pioneros en el profundo de los diferentes suelos, siendo descritos como auténticos geólogos capaces de, con sus sentidos, conocer la estructura del suelo de cada área. No en vano llegaban incluso a introducirse tierra en la boca para adquirir una idea exacta de sus características e inconvenientes. Así fueron precursores, por ejemplo, en transformar viñedos mediante la selección de las mejores plantas, en elegir las parcelas no expuestas a las heladas, en experimentar con la poda y, además, en circundar sus mejores viñedos con rosales.

Así, cuando el oídio –hongo conocido también con el nombre de ceniza- irrumpió en terreno europeo, estos religiosos pudieron salvar sus vides. Sus perímetros de rosales fueron los primeros en contaminarse con la enfermedad y en recibir un particular antídoto creado por ellos que consistía en pulverizar azufre sobre las plantas. Una receta que trasladaron entonces a sus parras que, milagrosamente, recobraron vida.

Esta ‘pócima’ salvadora, el azufre en espolvoreo, también llamado caldo bordelés, continúa siendo hoy el método de combate preventivo y/o curativo contra esta plaga merced a su eficacia y bajo coste. Desde entonces, los rosales han constituido una importante alarma natural para los viticultores de muchas zonas del mundo.